martes, 7 de octubre de 2014

Mendigos

I
La hora pide una gracia evanescente,
mendiga por un cuadro despintado.

Te pide que te recortes contra la ventana
que nombres parajes lejanos;
que pierdas el alma afuera
en murmurar secretos nombres impronunciables,
inalcanzables.

Dame tu perdida hora de duda
cuando tu boca desarmada se deshace
en las hileras del rocío
y los empañados besos
de dos solos
frente a la inmensidad que nos asusta.

II

Apenas sé tu nombre
pero tu forma está en mis dedos
desde la lejana noche en que te soñé
y creamos un día bajo los árboles.

Y de qué importa el nombre
si conozco como despertás
como callás la luz de la tarde;
de qué importa aún la forma
desandando tus serenas profecías
del amor y la fragancia,
las tardes ganadas en unos ojos;
de qué importan todas las cosas
si en los momentos solos,
bajo el juicio de los astros,
sabemos recorrer las distancias enormes
entre esta boca y la tuya
desanimados por el cansancio,
el puente hacia el cosmos
revelado
silencioso
en el pasar mi dedo por tu piel
y tus mejillas
y tu todo.

III

De dónde sale este orbitar,
este prelegómeno de estupideces varias,
este desvariar insensato
sobre tu planeta ebrio,
sobre tus pájaros desaparecidos;
sino del cavilar tardío
la embriaguez del recuerdo
de las cosas puras
cuando se arman a deshora,
a la horrible deshora
cuando todo se escapa
y la estúpida muerte
da una vuelta por su dinero.

IV

No tengo otra forma
que esta ebriedad de tus bordes,
soy un mendigo inconsistente de tus infinitas bocas;

soy un deshecho
por las otras pasadas vidas
que me dejaron en un lado del camino,
viendo pasar las glorias de los demás hasta que
¡Locura!
supe los palabras desorientadas por tu paso,
supe de tu cuerpo esquivando el día
hacia la noche profunda;
palabras necias que los demás habían dejado
en un puerto sin barco alguno.

Y no camino.
Descalzo ante la sombra
bebo un trago más
y celebro como tu andar
desmaya los viejos templos de la mujer;
la sorpresa
por el advenimiento de las mareas suaves
del verbo que redondea la idea del mar.


IV

Puedo enamorarme de vos
si me descuido,
si no protejo mis ojos de las luces
que te traen dormida a mis desvelos;

puedo creer tus líneas
bordadas en el costado de mi cama,
rotas sobre mi cuerpo vacío,
calladas en mi boca deslucida
por los años
y los besos errados.

Puedo
arrimarme a tu costa somnolienta
donde la danza del sueño
ocupa en tus ojos
la ida de los peregrinos
hacia los viajes de los viajes de los viajes,
ida y vuelta,
tu cuerpo enciende el inicio
y el ocaso.

Y la música.










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